Colombia, la hora de los fantasmas
MENTEFUCK
Iván Garavito
6/11/20252 min read


Durante una sola semana, Colombia revivió escenas propias de sus años más oscuros. Primero, un sicario de apenas 14 años disparó contra el senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay en pleno parque de Bogotá. El menor, al ser capturado, dijo que lo hizo “por plata, por mi familia”. Apenas tres días después, una cadena de explosiones y ráfagas de fusil sacudió Cali y varios municipios del Cauca y Valle del Cauca: siete muertos, medio centenar de heridos y el claro sello táctico de las disidencias de las FARC.
Pareciera que la violencia no firma armisticios. Mientras el país celebraba los Acuerdos de Paz de 2016, se formaba silenciosamente un archipiélago de grupos armados que hoy disputan territorios, rutas del narcotráfico y, sobre todo, la agenda pública. La “paz total” prometida por el Gobierno ha perdido aliento y presencia sobre el terreno. El Estado afirma negociar, pero son los fusiles los que siguen marcando el calendario.
El atentado contra Uribe Turbay expuso una preocupante fragilidad en los esquemas de protección política. El propio presidente Petro admitió que el dispositivo de seguridad del senador había sido reducido poco antes del ataque. En el suroccidente, las ráfagas de fusil confirmaron que el control territorial estatal sigue siendo débil, especialmente en zonas que alguna vez ocupó la antigua guerrilla y que hoy están bajo dominio de disidencias más violentas, mejor financiadas y armadas.
Aún más inquietante que las balas fue la edad del agresor en Bogotá. El reclutamiento infantil continúa siendo la válvula que alimenta la maquinaria violenta. Cuando un niño empuña un arma con la misma naturalidad con la que debería empuñar un lápiz, el fracaso no es solo de la policía: es de la escuela, de la familia y del Estado en su conjunto.
Estos actos violentos no buscan aniquilar al contrario, sino enviar un mensaje: el Estado no controla ni el centro político ni la periferia rural. El miedo se convierte en una herramienta pedagógica: enseña a la ciudadanía a vivir con zozobra, y a la clase dirigente, a negociar desde la trinchera. Mientras las autoridades reaccionan, los violentos imponen los términos del debate público.
Regresar a la “seguridad democrática” pura y dura sería repetir errores del pasado. Enfrentar un fenómeno del siglo XXI con recetas del siglo XX solo engorda el ciclo de la violencia. Pero tampoco basta con discursos de reconciliación. La seguridad sin justicia social es un espejismo; y la paz sin ley, simplemente otra forma de abandono institucional.
Cada carro bomba, cada atentado a un candidato, es un recordatorio de que el poder también se disputa en la imaginación de la ciudadanía. Si el Estado no ocupa ese espacio con presencia efectiva, servicios y oportunidades reales, otros lo harán con pólvora. Colombia tiene hoy dos opciones: repetir la liturgia del miedo o atreverse, de una vez por todas, a gobernar todos sus territorios y proteger a todas sus vidas.
Colombia no merece otro ciclo de duelo. Pero evitarlo exige rigor, coraje y un pacto político y social que impida que los fantasmas del pasado se adueñen de nuestro futuro.